miércoles, 30 de enero de 2013

En los brazos del discurso psicótico: "Los vigilantes", de Diamela Eltit


         Son muchos los autores que se fascinan por recrear un discurso psicológico denso en sus personajes. Entre más complejo, mejor; al menos esa es una de las tendencias. Empero, esta dificultad de dilucidar los aspectos intrínsecos de la esquematización psicológica en un personaje, no se limita únicamente al bombardeo taciturno de ideas, quizás vanas, quizás por adivinar qué llama la atención, sino, más bien, a intentar esculpir con gracia y reproducción casi fidedigna el sentimiento humano que toca la fibra del lector y que hace que este se identifique, en algún sentido, con la representación escrita de un personaje. La búsqueda constante de dar a luz a actores singulares, con características propias del personaje caso de Serge[1], podría llegar a condicionar a estos productos creativos y críticos a ser nada más meros enigmas literarios, jamás descifrados, sin un sentido específico más que la búsqueda estética, que incluso a veces no se logra alcanzar. Los vigilantes[2], de Diamela Eltit, trabaja con personajes que parecen estar encerrados en algún sótano sin luz, ni aire, y que buscan constantemente una ventana por dónde recibir alguna señal del exterior. Es en esta búsqueda en la que la autora desgarra la conciencia y construye actores complejos, con imaginarios inconstantes y frustraciones enraizadas en su identidad.
            Para 1995, Eltit recibía el premio José Nuez Martín por esta novela, una obra alucinante cuya trama, que pareciera ser simple, logró cautivar a críticos y académicos.[3] Este relato, publicado en 1994, narra la historia de una mujer asfixiada por el sentimiento de ser vigilada asiduamente por sus vecinos, el padre de su hijo, y la madre de éste; todo en el contexto de la dictadura chilena. La expulsión del hijo de la escuela y la recepción de los desamparados en su casa, son momentos clave para comprender a la voz que muta constantemente en las cartas que escribe a su esposo. Y es precisamente esta mutación la que resulta interesante, pues presenta tal honestidad humana que no destruye los imaginarios del discurso psicótico, sino que, más bien, los refuerza y asegura. Natalia Díaz Alegría señala que la dialogicidad es una vía efectiva para analizar el discurso psicótico.[4] Por ello, el estudio categórico de la enunciación y de la manera de comunicar las ideas, aún siendo estas desordenadas, desvela aspectos interesantes acerca de la visión interna y la perspectiva del personaje de una obra. Al tomar el caso de Los vigilantes, las dos voces presentes, el niño y la madre, nos ofrecen un amplio espectro de análisis y estudio. Desde la primera página se abren las puertas a un discurso ALIENADO Y enajenante:
Cuando me enojo mi corazón TUM TUM TUM TUM y no lo puedo contener porque parece decir TON TON TON To. Seré el tonto de los rincones. La incomprensible pequeñez de la casa se superpone en mi mente. En mi mente. Presagio días funestos, paisajes adormilados. Presagio sólo lo horrible. Mi cuerpo habla, mi boca está adormilada. (9)
            La claridad con la que Diamela expresa la dificultad de comunicación del niño es una primera vista a lo que la obra comunicará en sus siguientes páginas. Desde aquí se puede notar lo que Díaz plantea sobre el discurso psicótico: “La concepción de lenguaje se ve en crisis al momento de analizar un discurso debido a que se observa un importante deterioro comunicativo”.[5] En este sentido, el capítulo de apertura del libro nos pone en contexto de una percepción particular: la del hijo y la madre que, a pesar de estar presente, es un ente ausente absorbido por las cartas que escribe. Es aquí donde el rol de madre comienza a verse deteriorado desde la perspectiva de la autora. La madre deja su rol tradicional para encausarse en la tarea de darse a entender frente al padre del hijo, un ente hegemónico invisible del cuál únicamente conocemos por las cartas que la protagonista escribe.
El que escribe no está a la vista. Mamá ha desarrollado un odio por su ausencia en el centro de su pensamiento. (14)
            Claramente, el niño está consciente del sentir de la madre, aún dejando en claro que no se comunica verbalmente, más que con el cuerpo. La mujer, entonces, es reconocida como un ser que aprisiona pensamientos y sentimientos y que no los demuestra, quizás, por mantener los paradigmas socialmente aceptados. Aquí, Jorgelina Corbatta menciona que se puede reconocer la figura de, por lo menos, dos triángulos edípicos. El que compete es el de la madre, el hijo y el padre ausente.[6] Se nota una defensa por parte del hijo por la madre basada en la ausencia del padre; casi justifica el odio de la protagonista y lo apropia para que la madre no se ahogue en su frustración: “Gracias a mí, la letra oscura de mamá no ha fracasado”. (112)
            Con base en este primer acercamiento, el segundo y más extenso capítulo de la novela es una colección epistolar. Cartas y más cartas escritas por la madre, cargadas de sentimiento y de profunda calidad estética. En ellas, se refleja el sentimiento de impotencia, frustración y enajenación del cual es víctima la protagonista, fruto de las respuestas, que nunca conocemos, del padre del niño. En algunas de ellas, la agresividad aflora con tintes poéticos, para luego acotar en otra carta un discurso arrepentido que mutila el propio sentir de la mujer.
Te mataré bajo la sombra de un árbol para no fatigarme mientras empuño el arma que dejaré caer sobre tu cuerpo infinidad de veces hasta que hayas sido asesinado para siempre. Deseo matarte en los momentos más álgidos de una tormenta, en donde tus estertores se confundan con el exquisito sonido del eco de un trueno y tus convulsiones se asemejen al dibujo de un rayo con el que me amenazas cuando me condenas a la intemperie, para que me deshaga un rayo como ha dicho tu madre, a gritos, cuando se desata el pánico de una tempestad. (Eltit, 37)
Debo disculparme y reconocer que mis palabras fueron precipitadas, guiadas por un torpe e  infantil enojo. Quiero que perdones mis ofensivas y letales imágenes. El frío me hizo cometer un terrible desacierto. Te suplico que intercedas y me salves. (Eltit, 40)
Como explica Bernardita Llanos, “la mujer opone una palabra que altera y cuestiona la racionalidad que organiza el mundo y la autoridad del padre de su hijo, convertido en celador”.[7] Queda aquí la evidencia de un discurso impulsivo, cargado de emotividad, en el cual pierde la noción del rol de madre y mujer víctima, para convertirse en victimaria. Quizás impulsada por el abandono de cualquier esperanza de comprensión. Luego, la conciencia interviene para dar paso a la resignación de su papel: “Te suplico que intercedas y me salves”. (40) Retomando a Llanos, “la narradora se ubica en los bordes de un sistema cultural cuya hegemonía se sostiene en la subordinación de género y la de otras formas subalternas”.[8] Estos mismos paradigmas son los que, en apariencia, mutan el discurso tornándolo en un enunciamiento psicótico,[9] pasivo agresivo. Se muestra a una mujer frustrada, llena de represión, que busca por medio de las cartas liberar un poco de tensión psicológica producida por el ejercicio del poder del que se encuentra ausente y de su madre celadora.
            El segundo capítulo es una anáfora de culpas y sentimientos mellados; de impulsos transgresores que reivindican, y de acatamiento y sumisión. La protagonista danza tristemente entre sus deseos y las coacciones del hegemónico. Con esto, su discurso va tornándose cada vez más pignorado y falto de coherencia emocional. El desaforo en las descripciones de cada uno de sus actos parecieran agotar su cordura y tener, a momentos, ligeros tintes de locura.
Insistes en el imperativo de la correspondencia y en mi obligación de responder tus cartas. Si no te escribo, dices, tomarás una decisión definitiva. Veo que le otorgas a la letra un valor sagrado y de esa manera me incluyes en tu particular rito sin importarte mis dificultades, como no sea el placer que te ocasiona tomar el control sobre mis días y el trabajoso incidente caligráfico en que transcurren mis noches. Me pregunto, ¿habrás sufrido alguna vez un amanecer tan drástico como al que ahora mismo me enfrento? (54)
            Como indica María José Camblor Bono, la letra se deconstruye dando paso a un discurso psicótico como recurso de protección.[10] La protagonista se aferra a la fabricación de escenarios fatales, de dramatización de su discurso para obtener así una forma de liberación y paz aparente. Parece sugerir al ausente un conjunto de palabras que muevan su empatía interna, para alcanzar la comprensión e, incluso, el apoyo en  las decisiones que ha tomado. La mueve una esperanza de equidad, que si bien las decisiones las hubiese tomado el padre del niño no resultarían equívocas. Busca en cada carta reclamar su espacio y su derecho.
Te diré que para mí tú te asemejas a un avaro al que le han hurtado toda su riqueza y sale trastornado en pos del botín con el que justificaba su existencia. (61)
            La protagonista se obsesiona luego con la idea de que los vecinos, la madre y el padre del niño la vigilan a todas horas. Se siente aprisionada sin poder tomar determinaciones sin pasar por el filtro castrante y ultrajador del ausente. Incluso se atreve a preguntarle, “¿quién eres?, ¿en qué vecino te simulas?, ¿cuál es la casa en la que habitas? ¿Desde qué dependencia oficial has emitido tus ordenanzas?, ¿qué último mandato de Occidente estás obedeciendo?”. (109) En este aspecto, Camblor señala que existe una subversión y desintegración. Aquí se pierde el sentido de realidad y se encuentra explícitamente un discurso paranoide expreso. La narradora va perdiendo su voz en cada una de sus cartas hasta ceder a la locura producida por la opresión. Así, su rol como madre, mujer y esposa se dictamina por la voluntad del Ausente. Ella asiente y abdica: “Seré otra, otra, otra. Seré otra”. (80)
            El desasosiego la transforma en un ente resignado, dimitido y cesado. Ella misma coarta la libertad y fortaleza de su voz y sus palabras. Lo escribe y lo admite. Se rinde y lo comparte: “Sólo escribí para no llenarme de vergüenza” (109). “Simplemente escribí para ver cómo fracasaban mis palabras”. (103-104). Termina aceptando su posición, quién es, y finalmente da su nombre: Margarita. Vale la pena mencionar que durante todo el relato se dirigió hacia el niño como el hijo del Ausente. Nunca se apropió de él. “Tu hijo” (28), “tu hijo” (46), “tu hijo” (69), “tu hijo” (98). Sin embargo, en las últimas líneas del segundo capítulo, la narradora parece hacer una insurrección al decir: “Sí, esta criatura me pertenece. Sí, sí, mi nombre es Margarita, no sé ni cuántos años tengo”. (111).
            El tercer capítulo reivindica al niño y asegura la locura de la madre. Parecen haberse invertido los roles. El niño, que pareciera ser ahora un genio, toma las riendas de la historia y narra con su particularidad voz y estética el abandono que produjo en ellos la libertad. El niño ha tomado las riendas de la historia con un discurso único y arrastra a la madre, quien ahora no tiene poder alguno, hacia el exterior, donde finalmente es destruida.



1 Cesare Segre propone en sus tipos de personajes al “personaje caso”, que se caracteriza por ser excéntrico y psicológicamente complejo. Por ejemplo, Lolita, de Nobokov, o Juan Pablo Castel, en El túnel, de Sábato. Segre, Cesare. “Principios de análisis del texto literario.” Barcelona: Crítica, 1985.
2 Eltit, Diamela. Los vigilantes. Chile: Editorial Sudamericana Chilena, 1994. Todas las citas que procedan de este libro serán indicadas solamente por el número de página en un paréntesis.
3 Camblor Bono, María José. "Psicosis disolutiva del cuerpo hegemónico en Los vigilantes, de Diamela Eltit." Espéculo. Revista de estudios literarios.2012: No. 36. Universidad Complutense de Madrid. 30 de julio de 2012 http://www.ucm.es/info/especulo/numero36/dieltit.html.
4 Díaz Alegría, Natalia. "La dialogicidad de un discurso psicótico." Biblioteca virtual. 2012. Universidad Nacional del Litoral. 13 de agosto de 2012.
http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/bitstream/1/2804/1/TEX_7_7_2007_pag_19_46.pdf.
5 Díaz indica que “el análisis dialógico, entendido como un tipo de análisis del discruso, concibe a éste siempre acentuado subjetivamente, independiente de las prácticas sociales-discursivas que estén aconteciendo. De ahí que esta manera de comprender el lenguaje deje entrever un planteamiento fundamental dado por las 'voces' que están incorporadas en los enunciados que los hablantes van co-construyendo desde dentro de un contexto sociohistórico determinado.” (19)
6 Corbatta también habla sobre el otro triángulo edípico, compuesto por el padre ausente, su madre emisaria y aliada, y la madre de su hijo que constantemente le escribe cartas. (82) Esta formulación viene para reforzar los paradigmas de los roles de género en las familias. El complejo de Edipo es uno de ellos. La madre se sublima. Corbatta, Jorgelina. “Claves de lectura para una escritura en clave: Los vigilantes, de Diamela Eltit”. Feminismo y escritura femenina en Latinoamérica. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Corregidor, 2002. 79 – 92.
[7] Llanos, Bernardita. “Emociones, hablas y fronteras en Los vigilantes.” Escritores y poetas en español. 2012. Proyecto Patrimonio. 30 de julio de 2012. http://www.letras.s5.com/eltitcuba0808032.htm.
[8] Llanos, Bernardita. “Emociones, hablas y fronteras en Los vigilantes.” Escritores y poetas en español. 2012. Proyecto Patrimonio. 30 de julio de 2012. http://www.letras.s5.com/eltitcuba0808032.htm.
[9] Díaz Alegría, Natalia. "La dialogicidad de un discurso psicótico." Biblioteca virtual. 2012. Universidad Nacional del Litoral. 13 de agosto de 2012.
http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/bitstream/1/2804/1/TEX_7_7_2007_pag_19_46.pdf.
10 Camblor afirma que “es la importancia de la letra, su construcción como cuerpo, y aparición como fenómeno del inconciente, lo que nos da cuenta de su nula relación con el símbolo, no hay un reconocimiento de autoridad sino mecanismos de evasión, manipulación y distracción a través del cuerpo textual. Al no poder aprehender la madre el orden simbólico, deriva en un discurso psicótico, porque es el símbolo el que otorga a la palabra el reflejo de su acto, quedando sin este en el vacío”. 

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