Son muchos
los autores que se fascinan por recrear un discurso psicológico denso en sus
personajes. Entre más complejo, mejor; al menos esa es una de las tendencias.
Empero, esta dificultad de dilucidar los aspectos intrínsecos de la esquematización
psicológica en un personaje, no se limita únicamente al bombardeo taciturno de
ideas, quizás vanas, quizás por adivinar qué llama la atención, sino, más bien,
a intentar esculpir con gracia y reproducción casi fidedigna el sentimiento humano
que toca la fibra del lector y que hace que este se identifique, en algún
sentido, con la representación escrita de un personaje. La búsqueda constante
de dar a luz a actores singulares, con características propias del personaje
caso de Serge[1],
podría llegar a condicionar a estos productos creativos y críticos a ser nada
más meros enigmas literarios, jamás descifrados, sin un sentido específico más
que la búsqueda estética, que incluso a veces no se logra alcanzar. Los
vigilantes[2],
de Diamela Eltit, trabaja con personajes que parecen estar encerrados en algún
sótano sin luz, ni aire, y que buscan constantemente una ventana por dónde
recibir alguna señal del exterior. Es en esta búsqueda en la que la autora
desgarra la conciencia y construye actores complejos, con imaginarios
inconstantes y frustraciones enraizadas en su identidad.
Para 1995, Eltit recibía el premio
José Nuez Martín por esta novela, una obra alucinante cuya trama, que pareciera
ser simple, logró cautivar a críticos y académicos.[3]
Este relato, publicado en 1994, narra la historia de una mujer asfixiada por el
sentimiento de ser vigilada asiduamente por sus vecinos, el padre de su hijo, y
la madre de éste; todo en el contexto de
la dictadura chilena. La expulsión del hijo de la escuela y la recepción de los
desamparados en su casa, son momentos clave para comprender a la voz que muta
constantemente en las cartas que escribe a su esposo. Y es precisamente esta
mutación la que resulta interesante, pues presenta tal honestidad humana que no
destruye los imaginarios del discurso psicótico, sino que, más bien, los
refuerza y asegura. Natalia Díaz Alegría señala
que la dialogicidad es una vía efectiva para analizar el discurso psicótico.[4]
Por ello, el estudio categórico de la enunciación y de la manera de comunicar
las ideas, aún siendo estas desordenadas, desvela aspectos interesantes acerca
de la visión interna y la perspectiva del personaje de una obra. Al tomar el
caso de Los vigilantes, las dos voces presentes, el niño y la madre, nos
ofrecen un amplio espectro de análisis y estudio. Desde la primera página se
abren las puertas a un discurso ALIENADO Y enajenante:
Cuando
me enojo mi corazón TUM TUM TUM TUM y no lo puedo contener porque parece decir
TON TON TON To. Seré el tonto de los rincones. La incomprensible pequeñez de la
casa se superpone en mi mente. En mi mente. Presagio días funestos, paisajes
adormilados. Presagio sólo lo horrible. Mi cuerpo habla, mi boca está adormilada.
(9)
La claridad con la que Diamela
expresa la dificultad de comunicación del niño es una primera vista a lo que la
obra comunicará en sus siguientes páginas. Desde aquí se puede notar lo que
Díaz plantea sobre el discurso psicótico: “La concepción de lenguaje se ve en crisis
al momento de analizar un discurso debido a que se observa un importante
deterioro comunicativo”.[5]
En este sentido, el capítulo de apertura del libro nos pone en contexto de una
percepción particular: la del hijo y la madre que, a pesar de estar presente,
es un ente ausente absorbido por las cartas que escribe. Es aquí donde el rol
de madre comienza a verse deteriorado desde la perspectiva de la autora. La
madre deja su rol tradicional para encausarse en la tarea de darse a entender frente
al padre del hijo, un ente hegemónico invisible del cuál únicamente conocemos
por las cartas que la protagonista escribe.
El que
escribe no está a la vista. Mamá ha desarrollado un odio por su ausencia en el
centro de su pensamiento. (14)
Claramente, el niño está consciente
del sentir de la madre, aún dejando en claro que no se comunica verbalmente,
más que con el cuerpo. La mujer, entonces, es reconocida como un ser que
aprisiona pensamientos y sentimientos y que no los demuestra, quizás, por
mantener los paradigmas socialmente aceptados. Aquí, Jorgelina Corbatta
menciona que se puede reconocer la figura de, por lo menos, dos triángulos
edípicos. El que compete es el de la madre, el hijo y el padre ausente.[6] Se nota
una defensa por parte del hijo por la madre basada en la ausencia del padre;
casi justifica el odio de la protagonista y lo apropia para que la madre no se
ahogue en su frustración: “Gracias a mí, la letra
oscura de mamá no ha fracasado”. (112)
Con base en este primer acercamiento,
el segundo y más extenso capítulo de la novela es una colección epistolar.
Cartas y más cartas escritas por la madre, cargadas de sentimiento y de
profunda calidad estética. En ellas, se refleja el sentimiento de impotencia,
frustración y enajenación del cual es
víctima la protagonista, fruto de las respuestas, que nunca conocemos, del
padre del niño. En algunas de ellas, la agresividad aflora con tintes poéticos,
para luego acotar en otra carta un discurso arrepentido que mutila el propio
sentir de la mujer.
Te
mataré bajo la sombra de un árbol para no fatigarme mientras empuño el arma que
dejaré caer sobre tu cuerpo infinidad de veces hasta que hayas sido asesinado
para siempre. Deseo matarte en los momentos más álgidos de una tormenta, en
donde tus estertores se confundan con el exquisito sonido del eco de un trueno
y tus convulsiones se asemejen al dibujo de un rayo con el que me amenazas
cuando me condenas a la intemperie, para que me deshaga un rayo como ha dicho
tu madre, a gritos, cuando se desata el pánico de una tempestad. (Eltit, 37)
Debo
disculparme y reconocer que mis palabras fueron precipitadas, guiadas por un
torpe e infantil enojo. Quiero que
perdones mis ofensivas y letales imágenes. El frío me hizo cometer un terrible
desacierto. Te suplico que intercedas y me salves. (Eltit, 40)
Como explica
Bernardita Llanos, “la mujer opone una palabra
que altera y cuestiona la racionalidad que organiza el mundo y la autoridad del
padre de su hijo, convertido en celador”.[7]
Queda aquí la evidencia de un discurso impulsivo, cargado de emotividad, en el
cual pierde la noción del rol de madre y mujer víctima, para convertirse en
victimaria. Quizás impulsada por el abandono de cualquier esperanza de
comprensión. Luego, la conciencia interviene para dar paso a la resignación de
su papel: “Te suplico que intercedas y
me salves”. (40) Retomando a Llanos, “la narradora se ubica en los
bordes de un sistema cultural cuya hegemonía se sostiene en la subordinación de
género y la de otras formas subalternas”.[8]
Estos mismos paradigmas son los que, en apariencia, mutan el discurso
tornándolo en un enunciamiento psicótico,[9]
pasivo agresivo. Se muestra a una mujer frustrada, llena de represión, que
busca por medio de las cartas liberar un poco de tensión psicológica producida
por el ejercicio del poder del que se encuentra ausente y de su madre celadora.
El segundo
capítulo es una anáfora de culpas y sentimientos mellados; de impulsos
transgresores que reivindican, y de acatamiento y sumisión. La protagonista
danza tristemente entre sus deseos y las coacciones del hegemónico. Con esto,
su discurso va tornándose cada vez más pignorado y falto de coherencia
emocional. El desaforo en las descripciones de cada uno de sus actos parecieran
agotar su cordura y tener, a momentos,
ligeros tintes de locura.
Insistes
en el imperativo de la correspondencia y en mi obligación de responder tus
cartas. Si no te escribo, dices, tomarás una decisión definitiva. Veo que le
otorgas a la letra un valor sagrado y de esa manera me incluyes en tu
particular rito sin importarte mis dificultades, como no sea el placer que te
ocasiona tomar el control sobre mis días y el trabajoso incidente caligráfico
en que transcurren mis noches. Me pregunto, ¿habrás sufrido alguna vez un
amanecer tan drástico como al que ahora mismo me enfrento? (54)
Como
indica María José Camblor Bono, la letra se deconstruye dando paso a un
discurso psicótico como recurso de protección.[10]
La protagonista se aferra a la fabricación de
escenarios fatales, de dramatización de su discurso para obtener así una forma
de liberación y paz aparente. Parece sugerir al ausente un conjunto de palabras
que muevan su empatía interna, para alcanzar la comprensión e, incluso, el
apoyo en las decisiones que ha tomado.
La mueve una esperanza de equidad, que si bien las decisiones las hubiese
tomado el padre del niño no resultarían equívocas. Busca en cada carta reclamar
su espacio y su derecho.
Te
diré que para mí tú te asemejas a un avaro al que le han hurtado toda su
riqueza y sale trastornado en pos del botín con el que justificaba su
existencia. (61)
La
protagonista se obsesiona luego con la idea de que los vecinos, la madre y el
padre del niño la vigilan a todas horas. Se siente aprisionada sin poder tomar
determinaciones sin pasar por el filtro castrante y ultrajador del ausente.
Incluso se atreve a preguntarle, “¿quién eres?, ¿en qué vecino te simulas?,
¿cuál es la casa en la que habitas? ¿Desde qué dependencia oficial has emitido
tus ordenanzas?, ¿qué último mandato de Occidente estás obedeciendo?”. (109) En
este aspecto, Camblor señala que existe una subversión y desintegración. Aquí
se pierde el sentido de realidad y se encuentra explícitamente un discurso
paranoide expreso. La narradora va perdiendo su voz en cada una de sus cartas
hasta ceder a la locura producida por la opresión. Así, su rol como madre,
mujer y esposa se dictamina por la voluntad del Ausente. Ella asiente y abdica:
“Seré otra, otra, otra. Seré otra”. (80)
El
desasosiego la transforma en un ente
resignado, dimitido y cesado. Ella misma
coarta la libertad y fortaleza de su voz y sus palabras. Lo escribe y lo
admite. Se rinde y lo comparte: “Sólo escribí para no llenarme de vergüenza”
(109). “Simplemente escribí para ver cómo fracasaban mis palabras”. (103-104).
Termina aceptando su posición, quién es, y finalmente da su nombre: Margarita.
Vale la pena mencionar que durante todo el relato se dirigió hacia el niño como
el hijo del Ausente. Nunca se apropió de él. “Tu hijo” (28), “tu hijo” (46), “tu
hijo” (69), “tu hijo” (98). Sin embargo, en las últimas líneas del segundo
capítulo, la narradora parece hacer una insurrección al decir: “Sí, esta
criatura me pertenece. Sí, sí, mi nombre es Margarita, no sé ni cuántos años
tengo”. (111).
El tercer capítulo reivindica al
niño y asegura la locura de la madre. Parecen haberse invertido los roles. El
niño, que pareciera ser ahora un genio, toma las riendas de la historia y narra
con su particularidad voz y estética el abandono que produjo en ellos la libertad.
El niño ha tomado las riendas de la historia con un discurso único y arrastra a
la madre, quien ahora no tiene poder alguno, hacia el exterior, donde
finalmente es destruida.
1 Cesare Segre
propone en sus tipos de personajes al “personaje caso”, que se caracteriza por
ser excéntrico y psicológicamente complejo. Por ejemplo, Lolita, de Nobokov, o
Juan Pablo Castel, en El túnel, de
Sábato. Segre, Cesare. “Principios de análisis del texto literario.” Barcelona:
Crítica, 1985.
4 Díaz Alegría,
Natalia. "La dialogicidad de un discurso psicótico." Biblioteca virtual. 2012. Universidad
Nacional del Litoral. 13 de agosto de 2012.
http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/bitstream/1/2804/1/TEX_7_7_2007_pag_19_46.pdf.
5 Díaz indica que
“el análisis dialógico, entendido como un tipo de análisis del discruso,
concibe a éste siempre acentuado subjetivamente, independiente de las prácticas
sociales-discursivas que estén aconteciendo. De ahí que esta manera de
comprender el lenguaje deje entrever un planteamiento fundamental dado por las
'voces' que están incorporadas en los enunciados que los hablantes van
co-construyendo desde dentro de un contexto sociohistórico determinado.” (19)
6 Corbatta también
habla sobre el otro triángulo edípico, compuesto por el padre ausente, su madre
emisaria y aliada, y la madre de su hijo que constantemente le escribe cartas.
(82) Esta formulación viene para reforzar los paradigmas de los roles de género
en las familias. El complejo de Edipo es uno de ellos. La madre se sublima.
Corbatta, Jorgelina. “Claves de lectura para una escritura en clave: Los vigilantes, de Diamela Eltit”.
Feminismo y escritura femenina en Latinoamérica. Buenos Aires, Argentina:
Ediciones Corregidor, 2002. 79 – 92.
[7] Llanos, Bernardita. “Emociones,
hablas y fronteras en Los vigilantes.”
Escritores y poetas en español. 2012. Proyecto Patrimonio. 30 de julio de 2012.
http://www.letras.s5.com/eltitcuba0808032.htm.
[8] Llanos, Bernardita. “Emociones,
hablas y fronteras en Los vigilantes.”
Escritores y poetas en español. 2012. Proyecto Patrimonio. 30 de julio de 2012.
http://www.letras.s5.com/eltitcuba0808032.htm.
[9] Díaz Alegría,
Natalia. "La dialogicidad de un discurso psicótico." Biblioteca virtual. 2012. Universidad
Nacional del Litoral. 13 de agosto de 2012.
http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/bitstream/1/2804/1/TEX_7_7_2007_pag_19_46.pdf.
10
Camblor afirma que “es la importancia de
la letra, su construcción como cuerpo, y aparición como fenómeno del
inconciente, lo que nos da cuenta de su nula relación con el símbolo, no hay un
reconocimiento de autoridad sino mecanismos de evasión, manipulación y
distracción a través del cuerpo textual. Al no poder aprehender la madre el
orden simbólico, deriva en un discurso psicótico, porque es el símbolo el que
otorga a la palabra el reflejo de su acto, quedando sin este en el vacío”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario