Hablar
de narrativa femenina del siglo XX resulta un tanto engorroso y peculiar.
Muchos de los nombres de las que son consideradas grandes narradoras de esta
época resultan ser meras parcialidades nubladas por el éxito comercial y el
discurso lagrimeante que identifica a autoras que abren sus venas en los
grandes lagos de la opresión de género.[1]
Sin embargo, entre toda la colección de autoras relegadas a lecturas académicas
o particulares, destaca Norah Lange, considerada la musa del ultraísmo por la
relación que mantuvo con algunos escritores que pertenecieron a este
movimiento.[2]
Vale la pena destacar que su primer libro de poesía, La calle de la tarde (1925), fue prologado por Jorge Luis Borges.
Ana Miramontes comenta que el prólogo describía a la joven escritora como a los
ángeles, casi etérea, casi incorpórea.[3] Es
así como esta literata argentina se abre paso en el mundo editorial de la mano
de grandes exponentes que siguen siendo, hasta hoy, personajes consagrados de
la historia de la literatura hispanoamericana.
Personas
en la sala[4]
es
una obra que transcurre cadenciosa y llena de consonancia. Desde las primeras
páginas se denota un interés propio de la narradora por justificar sus actos:
todo lo que sucede desde el momento en que se abre el libro, sucederá porque la
narradora así lo ha querido, y quiere contárnoslo ahora, pero sobre todo porque
ella tiene la culpa:
Ya
sé que la culpa fue mía, pero siempre temí que cualquier acontecimiento
relacionado con las tres personas de la casa de enfrente sin un presentimiento.
(…) ¡Todo era tan difícil! (…) Ya sé que la culpa fue mía. Yo siempre fui la
culpable de todo. (33)
Aquí
nos encontramos con un personaje singular: una joven de 17 años que se envuelve
en apasionantes aventuras introspectivas y psicológicas por un objetivo:
conocer y controlar cada paso y palabra de las vecinas de enfrente. Aunque la
trama pareciera a momentos nomás un monólogo[5],
conforme la protagonista se adueña de su propia voz, los giros resultan en
explosiones de sentimiento propio de una adolescente. Y no se limita a eso,
pues es una obra que trabaja con personajes complejos por ser desconocidos. La
narradora se ha obsesionado con las vecinas de la casa de enfrente. Las ha
descubierto gracias a un relámpago, a una luz repentina en la noche. Es así
como se comienza a sentir atraída por lo que sucede con estas tres mujeres
singulares. Lo que es curioso es la perspectiva que la narradora posee, pues
las percibe como seres que guardan un secreto, un misterio inconmensurable, y
se advierte en ella una especie de derecho de suposición: las siente parecidas
a ella:
Ellas
eran las propietarias de ese parecido y yo no quería parecerme a ellas ni a sus
parecidos. Prefería que mi voz no se asemejara a la de una persona que oculta
algo. Tampoco me era posible asegurar si ocultaba algo o si mi voz podía
reconocerse en la suya. Quizás era injusta al imaginarla en diferidos
confesionarios, murmurando tristes afirmativas, y por más que me entretuviese
deteniéndola en apartados acontecimientos sin relación alguna con su
permanencia en la sala, algo me aconsejaba, desde muy lejos pero sin insistir,
que no me apresurara con sus rostros. (44)
Aquí
comienza la protagonista a construir una imagen previa, una impostura de su
propio imaginario, sobre cómo son las tres vecinas. Michel Foucault en Judith
Butler afirma que la disciplina produce individuos, quiere decir no solo que el
discurso disciplinario los maneja y hace uso de ellos, sino también que los
constituye activamente.[6]
Con esto se puede asumir que incluso los futuros roles que la narradora
adjudica a sus objetos de observación vienen de una construcción que se
constituye desde el imaginario de género particular. Es interesante cómo Lange
construye un lazo de complicidad silenciosa de una sola vía. Para la narradora,
las tres hermanas son todo, pero incluso ella misma no está segura de que para
ellas ella lo sea:
La
primera vez que las visité me aseguraron que nunca salían y que, por lo tanto,
no necesitaba anunciar cuándo iría a verlas. Yo dejaba transcurrir dos o tres
días hasta que, un atardecer, cruzaba la calle. Ya era una costumbre cruzar la
calle, y, sin llamar, introducirme en una casa donde quizá me querían, o, por
lo menos, donde tenía el derecho de sentarme en la sala como si fuese la mía. A
veces les llevaba algún libro, pero como jamás lo comentaban, nunca supe si lo
leían. Era posible que lo aceptaran para no herirme, para no admitir que no
leían más, porque después de retenerlo durante varios días, la segunda,
generalmente la segunda, me seguía hasta el vestíbulo para devolvérmelo. (79)
Existe, entonces, cierta complicidad
de una sola vía, un semienamoramiento con aquellas que son vistas a través de
la ventana y que ahora, después de haberse atrevido a cruzar la calle y
devolver un telegrama, conoce frente a frente. Este semienamoramiento, esta
pasión que la narradora nos transmite nace desde una perspectiva de posición
simbólica.[7]
Butler, en “Regulaciones de género”, asegura que toda posición simbólica se
deriva de una prohibición primaria contra algo.[8] En
este caso, la prohibición de la narradora pareciera ser a nivel social, pues a
pesar de contar con cierta aceptación y recepción positiva por parte de las
hermanas, existe una prohibición primaria o simbólica a intervenir más allá de
lo permitido por las convenciones sociales. Además, socialmente ella no
supondría abordar el espacio privado de las hermanas, ni rebasar las fronteras
de la etiqueta de ese tiempo.
Es aquí donde se podría crear una
amalgama entre lo que Miramontes y Butler plantean, pues la primera asegura que
Lange escribía sobre “prohibiciones voluntarias”[9]
que podrían ser manifestadas a través de su voz escrita, por medio del
personaje de Personas en la sala.
Quizás la misma Lange sintió en algún momento de su vida ese tremendo impulso
de interesarse por un desconocido, hacer un primer acercamiento, experimentar
el deseo por conocer más sobre esa persona, y luego perderla,
irremediablemente. Butler asegura que las prohibiciones primarias o simbólicas
se codifican en la posición que ocupa cada uno de los miembros de un grupo, y
define que estar en tal posición es por lo tanto estar en una relación sexual o
de género cruzada[10]
siempre con alguna limitación y algún derecho.
Miramontes asegura, también, que la
voz de Norah Lange podría haber sido un tanto reprimida, y que fue por eso que
se dedicó a escribir y a dejar un poco de ella y su autobiografía en cada una
de sus obras. Afirma que sobre ella pesaron convenciones como la
intelectualidad de la época, compuesta en su mayor parte por hombres (…) Además
a Norah no le estaba permitido participar en reuniones nocturnas fuera de su
casa.[11]
Quizás estas prohibiciones voluntarias que se traducen en la obra como
prohibiciones simbólicas correspondan a una autorregulación de género, voz que se
transmite en la narradora y protagonista de la novela.
-
Casi no sale ya. Se pasa las horas mirando a la calle. Deben ser malas
influencias.
Entonces
sentí que alguien me golpeaba sin prepararme, desmenuzando un pedazo de algo
que no era mío, estricta y pacientemente mío. También, pensé, honestamente mío.
(…) –¿Malas influencias? ¿Qué malas influencias? – y los tres rostros asentían,
se tornaban pasivos, distinguidos.
-Creo
que te haría bien un cambio; pasar dos o tres días en Adrogué. Vamos a
pensarlo. Siempre me preguntan cuándo irás. Antes te gustaba ir a Adrogué…
(128)
Especialmente, en el capítulo 18 se
nota la fuerte incidencia que una voz, quizás materna, tiene en la vida y
decisiones de la protagonista. La narradora queda a merced de las indicaciones
casi categóricas por parte de esa voz que constantemente le hace preguntas
imprudentes, la saca de su estado opiáceo, o le sugiere cambios para que deje
de presentar síntomas de malas influencias. La rendición se hace notar cuando
en los capítulos siguientes la protagonista accede y parte durante cuatro días
a Adrogué. Se anula el propio deseo para ponerse a merced de la prohibición
simbólica. Posterior a esto, la narradora se aísla durante cuatro días en una
especie de retiro para mejorar el ánimo, con el pavor de las muertes preparadas
de sus ya compañeras de tarde, las tres hermanas a quienes vigila.
-Antes
de irme a Adrogué ustedes me hablaron de muertes preparadas. ¿Qué han hecho
mientras yo no las miraba. (128)
A lo largo de la novela, la protagonista
entabla una amistad singular con las hermanas. A veces les desea que mueran,
pero al momento de imaginarlo siquiera, como en el episodio del incendio, su
necesidad por convivir y vigilar a las tres mujeres, y el cariño que les ha
tomado, la hacen arrepentirse y conmoverse al punto de las lágrimas. Sin
embargo, es este imaginario de la narradora de querer pertenecer a un círculo
fuera del de casa es el que la mantiene adherida a cada movimiento de las
hermanas.
Finalmente, la protagonista parte a
Adrogué a recuperarse de algo que la familia desconoce. A su regreso, encuentra
la casa abandonada, con las persianas y cortinas cerradas: las hermanas se han
ido. ¿Han muerto o se han ido? Y es aquí donde la narradora se reconoce en
ellas y termina el libro con ese giro demente de jugar ahora ella misma el
papel de las hermanas:
Cuando
hube preparado todo: el sillón, un cenicero, las persianas bien abiertas, sin
mirar hacia la casa de enfrente porque quería estar cómoda (…), me senté, me
cubrí bien las piernas, encendí un cigarrillo y sólo entonces levanté la cabeza
para recogerlas sin equivocaciones. (170)
(…)
hasta que me enloquecí de letreros que anunciaban: “Se odia esta casa” porque
“Se alquila esta casa” y las llaves al lado sólo era un listón de madera sobre
sus caras aprovechándose de mi ausencia mientras esperaban que arrancasen los
caballos que me gustaban (…), porque “Se alquila esta casa” era para siempre
los tres rostros que yo quería y yo estaba llorando, tratando de ayudarlos,
tratando de que mi mirada no los supiera de memoria. (172)
La voz suprimida tan solo se ha
transformado en la voz de la otrora cotidianidad de la protagonista. Su rostro
ya no se reconoce en el mismo espejo: es ahora una de ellas, es ellas. Con
esto, Norah Lange podría estar proponiendo una autorregulación de género por
medio de la supresión de las diferentes voces que subyacen en cada personaje.
1 Alejandra Silva
Lomelí asegura que las mujeres no han escrito la misma cantidad de novelas o
cuentos que los hombres durante el siglo XX, pero su calidad está lejos de ser
inferior. También apunta que pocos son todavía los estudios que se pueden
encontrar sobre las autoras de Hispanoamérica de este siglo, y menos estudios
aún sobre sus novelas, quizás por la preponderancia de literatura escrita por
hombres.
2 Ana Miramontes
ahonda en La prosa evaporada de Norah Lange, en la relación que esta
autora tuvo con destacados personajes de la literatura desde su temprano debut
con La calle de la tarde, en 1925, cuando tenía 19 años. Asimismo, en la
disertación mencionada, expone prolijamente la relación que tuvo con su esposo,
Oliverio Girondo.
5 En los primeros
capítulos de Personas en la sala nos encontramos con una novela
profundamente intimista, casi psicológica, que con lo que juega es con el
monólogo, la exposición de la conciencia, el autodescubrimiento desde una
ventana que refleja algún deseo o misterio. Son escasas las interacciones que
se presentan: nomás un par de intervenciones de la protagonista en el comedor
con su familia, un mensajero que llega con algo, y un par de reflexiones casi
monosílabas. Sin embargo, la obra nos traslada directamente a la psiquis de la
narradora: amplias descripciones, intrigas memorables, autoevaluaciones
comparativas con aquellas que se ven pero se desconocen.
7 Judith Butler
en Regulaciones
de género (2005) desarrolla un amplio y profundo planteamiento sobre las
posiciones simbólicas. Muestra diferentes ejemplos y recurre a autores como
Dylan Evans. Es así como logra definir la posición simbólica desde la
perspectiva de género sin dejar de tomar en cuenta el factor social o político
que se relaciona con la PS. Lo que queda poco claro es cómo esa
convencionalidad de las posiciones simbólicas se relacionan con prohibición de
índole política, social, o incluso religioso. Sin embargo, en Performatividad, precariedad y políticas
sexuales (2009) se confirma que estas relaciones se dan específicamente con
base en el condicionamiento social del sujeto. Puede que en una familia en situación
precaria un padre sí tenga relaciones sexuales con su propia hija, y la
precariedad nada tiene que ver con pobreza, sino con el simple hecho de tener
un personaje, un ser humano, vulnerable hacia cualquier situación cotidiana.
9 Miramontes
afirma que Norah Lange, o “Norah-ángel”, fue por todos construida; desde Borges
hasta el mismo Oliverio Girondo le adjudicaron, además de dotes etéreos,
cualidades casi devocionales intrínsecas a una deidad femenina que desplazaba
sus letras jóvenes a las críticas literarias y que buscaba por medio del estro
reflejar esa vigorosa energía que debía, por obligación de género, quedar
reservada como enigma. Es evidente que a pesar de aceptar estas adjudicaciones
semicelestiales, la misma Lange transgrede la norma social atreviéndose a
exponer temas sensuales y algunos episodios oscuros: aquellas “prohibiciones
voluntarias” en sus obras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario